jueves, 31 de diciembre de 2009

Desde la puerta de atras 3ª parte

LA GUERRA




















Lo más sangrante de un recuerdo doloroso,
es saber que permanecerá en nuestra
memoria. Espectante, atento al menor
descuido para brotar con más fuerza
que la vez interior.
Anónimo
Quizá, todo sería más fácil de explicar, si yo aún estuviera vivo. Posiblemente ninguno de los que lean estas primeras líneas, sepan de lo que estoy hablando y no les culpo. Pero para mi, todo es fácil dentro de este contexto.
No sería justo narrar lo que me pasó, sin que antes leáis este pequeño preámbulo, ya que para mi, sin él, vosotros no podríais entrar en esta historia, ni por supuesto entenderla. Filosofar sobre la muerte, sobre el más allá no es algo nuevo. Desde los tiempos perdidos en el pasado remoto hasta nuestros días, miles de seres humanos han hablado hasta la saciedad de la muerte. Unos, para asustarnos y conducirnos por el "recto" camino. Otros, simplemente con la fácil verdad de que ese será nuestro último destino.
Pero a todos ellos les une una verdad común. Ninguno la conoce, ninguno la quiere ver de cerca.
Son falsos vendedores de un producto que ninguno de ellos a probado. Fariseos del miedo (de los demás por supuesto). Vanidosos de conocer la verdad, arrogantes presumidos de nuestro futuro.
Antes de seguir, desearía de vosotros una pequeña licencia. Dejarme jugar. Yo soy uno de esos desgraciados que la seborrea oral de los energúmenos mensajeros de la muerte consiguió reclutar, para alojarme finalmente en uno de los miles de cementerios que rodean a esos otros cementerios de vivos en que se han convertido vuestras ciudades.
Quizás os hablo amargado, no me importa que lo notéis, no me importa en lo más mínimo. Todos vosotros estáis vivos (más o menos), pero vivos al fin y al cabo. En cambio yo, ni tan siquiera puedo disfrutar de la paz de los muertos.
Fui a morir tan estúpidamente que todavía tengo para tiempo el conseguir esa paz.
Pero no soy una excepción, otros miles de desgraciados como yo están en este lugar en que no existe la paz ni la muerte. Pero no preocuparos hay sitio para muchos más. Mientras tanto complacerme y descubrid cual fue mi muerte entre estas que os narro a continuación.















LA MUERTE Y LA GUERRA (o algo así)

Las brumas de la mañana parecían reacias a dejar pasar los rayos del sol. En estas tierras de una Europa devastada y asolada por las guerras, ensangrentando sus pueblos década tras década. Con épocas de paz que sólo hacían que crear falsas esperanzas de un bienestar efímero. ¡Tontos!.
No sabían que se iban a enfrentar a la peor masacre que había conocido la historia hasta entonces, la que más tarde llamarían inocentemente, la gran guerra, considerando que jamás podría haber una tan sangrienta, tan inhumana.
Londres, París, Roma, Berlín. Eran algunas de las grandes ciudades del viejo continente que querían seguir conservando el monopolio mundial del poder. No importaba nada, cualquier excusa o pretexto era suficiente. Seguramente ninguno la hubiera iniciado si pudiera haber visto el resultado final, pero no fue así. Ahora os puedo hablar de esto, desde aquí la objetividad y la verdad es lo único que nos queda. Pero entonces no era así.
Era mediados de Junio de mil novecientos catorce, y yo trabajaba en una de las innumerables oficinas del gobierno en Berlín.
Aquella tarde nuestro emperador, Guillermo II, lanzó una proclama a todo el pueblo alemán. El Imperio Británico, Francia, Rusia y otros países, querían destruir Alemania y a otros pueblos aliados y no se lo podíamos permitir.
Miles de personas salimos a las calles borrachos de patriotismo. Sedientos de sangre, pedíamos armas para defender a nuestros hijos, a nuestra madre. Beber la sangre del enemigo.
No tardo en producirse la invasión de Bélgica. Como conejos asustados huyeron por miles ante nuestro empuje. Nada nos podía detener y durante semanas arrasamos sus campos y ciudades, asesinamos sin piedad. ¿Acaso no era nuestro derecho?.
Luego llegó lo de Marne. Allí se acabó nuestro glorioso paseo y empezó una larga guerra de trincheras. Acinados, con la ropa siempre mojada, mal comidos y durmiendo como podíamos durante meses. No, aquéllo no era lo que nos habían prometido: un paseo triunfal sobre las cabezas del enemigo. Compañeros que iniciaron conmigo la contienda habían muerto. Hans, había tenido más suerte. Estaba ya de regreso en casa, sin sus piernas claro, pero eso no le importaba a su familia. Un maldito obús inglés fue el causante.
Aquel invierno de mil novecientos quince fue especialmente crudo. El frío causó tantas víctimas como las balas. Ellos por su parte, últimamente no paraban de machacarnos con sus cañones día y noche. Parecían especialmente enfadados. Hacia un par de días les dimos una demostración de nuestro poderío. En la madrugada del jueves, cuando el sol todavía estaba oculto, lanzamos un gas que aprovechando la brisa, fue serpenteando confundido con la bruma de la mañana hacia las líneas enemigas. Era fascinante ver como avanzaba e iba cayendo en silencio sobre sus posiciones. Ese silencio se fue rompiendo, al principio algún grito aislado que poco a poco se fue generalizando. El pánico se fue ampliando a medida que el gas penetraba en sus pulmones y quemaba su piel. Salían como conejos prestos al cazador. Nuestros gritos de alegría por el éxito de la nueva arma no pudieron apagar los suyos.
Trescientos metros de trinchera enemiga y cerca de mil muertos, fue nuestra recompensa. Por supuesto, les permitimos retirar a los pocos soldados que heridos quedaban vivos. Somos caballeros.
Al amanecer del tercer día, se desató el infierno. Miles de obuses cayeron a un lado y otro de las trincheras. Durante dos días con sus noches, los cañones no pararon de tronar y un continuo resplandor iluminaba las noches. El río, solía arrastrar siempre algún que otro cadáver, que en el resplandor de la noche semejaban troncos a la deriva.
El cuarto día, las bayonetas sustituyeron a las bombas, cientos de hombres nos alzamos de las trincheras en busca del enemigo. Algunos, los menos, disparaban. La mayoría queríamos ver los ojos del contrario antes de matarlo. Durante horas, unos y otros nos fuimos persiguiendo, acosando, matando sin piedad. No había órdenes ni mandos. Cada uno de nosotros mataba por sobrevivir y así llego la mañana...
Las brumas de la mañana parecían reacias a dejar pasar los rayos del sol.
- Es curioso... ¿Sabes compañero?. Esta es... no sé, quizás la octava o novena batalla en la que participo y es raro... es la primera en la que al final de la batalla, no me hiere la nariz el fuerte olor de la pólvora quemada, que junto al de los muertos y agonizantes, hacen irrespirable el aire. ¡Ah!. Y mira que esta a sido dura... ¿verdad, compañero?. ¿Por qué no me contestas?.
¡Bah!... Da lo mismo. Lo importante, es que nos hemos salvado. ¿Sabes?. No me importa que sólo me mires sin decirme nada. Quizás... alguna bomba te ha dejado sordo y mudo. ¡Ja, ja, ja!.
Lo siento, no te enfades, son los nervios. Ya ves, yo no puedo oler, lo cual no deja de ser una suerte en estas circunstancias.
¿A que sé lo que piensas?. Que las guerras son malas. ¿A que sí?. Claro que tienes razón... Pero no podemos permitir que esos cerdos consigan sus propósitos, además aquí se demuestra quien es un hombre.
Sí, no te rías. Mira, te voy a contar algo divertido, pero no se lo cuentes a nadie. Verás, cuando entro en combate y mato algún enemigo, ¿sabes qué me ocurre, eh?. ¿No lo sabes?. Pues... que me pongo cachondo. ¡Ja, ja, ja... tal como lo oyes!.
Por cierto, ahora que me fijo, tienes una herida muy fea en el estómago, pero tranquilo, pronto vendrán los sanitarios y te atenderán, no te preocupes. Yo... es curioso, te ayudaría, pero acabo de darme cuenta que tampoco puedo moverme.¡Bah!, seguro que será una parálisis provocada por los nervios o alguna cosa así. pues no siento ningún dolor...
Lo dicho un permiso y vuelta a empezar.
¿Sabes?, no me importaría si no se acabara esta guerra. No, no me entiendas mal... No me gusta la guerra pero en la vida civil yo no era más que un triste oficinista en Berlín, al que siempre le caía alguna bronca y claro, no podías responder, si no te despedían. Y buenas estaban las cosas para conseguir empleo en nuestro país. En cambio aquí me siento importante. Ya me gustaría toparme ahora con el cerdo de mi jefe. ¡Pam,pam!. Con unos cuantos disparos, le haría cagarse en los pantalones. Se arrodillaría delante de mi pidiéndome, ¡qué digo!, ¡rogándome! mientras se le caía el monóculo que le dejara vivir...
¡Ah!. Eso si que estaría bien...
¡Mira, mira!. Suerte que estoy en esta posición y puedo ver la carretera, por ahí aparecen nuestros soldados cantando. No los oigo pero veo como mueven sus bocas. ¡Qué bravos son nuestros soldados!. Pronto vendrán los enfermeros y nos sacarán de aquí...
Ves, ya están aquí. ¿No te lo decía?. ¡Eh!. ¡Aquí, aquí!.
Qué raro. Tampoco parece que me escuchen. Sólo falta que me haya quedado sin voz. Pero es igual, no importa, ya están aquí.
Pero... ¿qué hacen yéndose esos idiotas?.
Claro, habrán ido por las camillas. No tengo que ponerme nervioso. Además, ya parece que vuelven... Pero... ¿Qué hacen viniendo con sábanas para envolver a los muertos?. ¡Idiotas!. ¡Primero los heridos!.
Pero... ¿Por qué me la extienden encima...?
¡¡Yo no estoy muerto!!.




De esta estúpida manera murió uno de los que estamos aquí... o quizás yo mismo.
La estupidez de la muerte inútil es algo que no tiene límites.
Claro que, en otras ocasiones, aunque el resultado final sea el mismo, no lo es y lo descubres al final.

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