sábado, 2 de enero de 2010

Desde la puerta de atras 2ª Parte





RECUERDO













El viento es frío. Hasta el día se muestra desapacible, pero no importa. En realidad ya nada me importa demasiado. Miento, éste árbol donde me estoy apoyando, me importa y es a lo único a lo que no he traicionado. Es curioso pero marcó mi vida desde que nací. Al poco de estar en este mundo, me trajeron a este lugar. Mi abuelo lo plantó y pasó a formar parte de nuestra institución. Algo noble, quizás de lo único que podía presumir nuestra familia. Tanto el dinero como las propiedades que atesorabamos no tuvieron jamás un origen muy limpio. Pese a todo, eso nunca me importó demasiado. De pequeño, por desconocerlo. De mayor, simplemente no me lo planteé jamás. Mi infancia, sería una tontería decir que fue como las demás, por la simple razón de que un hijo de la familia Rivera no era un vástago como el de cualquier otra familia. Educado en una férrea disciplina espartana, jamás se me permitió jugar más que en contadas ocasiones con algunos de mis primos, pero en absoluto con ningún crío de la calle. Mi visión de las cosas que pasaban fuera de aquella casa, eran como la luz del sol a través del cristal: me aislaba de lo bueno y lo malo. Ante mis ojos infantiles todo transcurría como en una película muda. Eso no tenía mucha importancia pues tampoco lo conocía. Ni me apetecía conocer, todo sea dicho, nada que no tuviera al alcance de mis manos. Lo que necesitaba no hacía falta pedirlo, siempre estaba. Cuando consideraban que me faltaba algo, me lo compraban y en paz. Yo lo aceptaba sin hacer preguntas, era lo normal.




Mi madre, Dios la tenga en su gloria, era, como diría yo, como una sombra. Sí, esa es la mejor definición que puedo hacer de ella. Siempre la llamé mamá. Sin embargo, la ama Antonia, la llamaba Señora Engracia. Ella, en realidad, fue quien me crío y paso más tiempo conmigo. Eso lo aprendió muy pronto mi madre según supe un tiempo más tarde por la ama Antonia.
Mi padre, don Joaquín Rivera, conoció a la que sería mi madre en uno de sus múltiples viajes. La cosa parece que fue bastante rápida y dos meses más tarde se casaban. Según me contó un día nuestro jardinero, en un momento que no me vigilaba el ama, mi madre llegó a aquélla casa un mes de mayo asegurándome que era tan bonita y alegre como la mejor de las rosas. Pero poco a poco se fue encerrando dentro de sí misma. El jardín, era uno de los lugares de la casa donde más le gustaba estar. Pasaba horas sentada en alguno de los bancos leyendo o cosiendo cualquier prenda. Su vida en la casa no fue, posiblemente, como se la había imaginado. No sirvieron de gran cosa las protestas que al principio hacía a mi padre. El "ya lo arreglaremos" era el signo inequívoco de que no le apetecía que las cosas variaran en aquélla casa. Mi madre se fue acostumbrado poco a poco. En alguna ocasión volvía a sacar el tema pero con el convencimiento de que era hablar por hablar. Estoy seguro de que si un día mi padre llega a darle la razón sobre ese tema, no hubiera sabido qué hacer. Simplemente se acostumbró a su papel en la casa.
Por mi parte, llegué a este mundo, sin alterar en lo más mínimo la tranquilidad reinante de aquel lugar. Mi madre asumió su embarazo más como una obligación que como una bendición. A su familia, la conocí por primera y última vez en el día de su entierro. Por delante de mi padre y de mí, desfilaron profundamente afectados una serie de personas que él me fue presentando como "la familia de mi madre". Quizás fuese por mis doce años, o por la fría educación que recibía, el caso es que me sentía incómodo ante las muestras de dolor que expresaban aquéllas personas. No es que no sintiera su ausencia, no era eso, me parecía más normal la postura impertérrita de mi padre. En él no se notaba ninguna clase de sentimiento y de alguna manera yo no me sentía tan culpable por su ausencia. Mi madre, como última rebeldía, impuso, que los jueves de tres a cinco de la tarde, yo las dedicara a estar sólo con ella. Y así ese día de la semana, nos encerrábamos en la biblioteca de la casa. Algunas veces, me leía algún párrafo del libro que estuviera leyendo. Pero en la mayoría de ocasiones se conformaba con estar esas dos horas en silencio conmigo. Me observaba mientras yo estaba en el suelo entreteniéndome con cualquier cosa, siempre en silencio. En ocasiones me daba la sensación que, de un momento a otro, iba a ser engullida por el sillón. Tenía el cuerpo pequeño y los brazos de aquel butacón de cuero viejo, parecían quererla hacer desaparecer en su interior. A veces, levantaba los ojos del libro y durante unos segundos fijaba su vista en mí mientras en su boca se formaba una tímida sonrisa. En la mayoría de esos días, yo sólo deseaba que acabaran esas dos horas, pues la verdad es que me aburría tanto....






El tiempo fue pasando y yo empecé a tomar contacto con los negocios de la familia. Dos fábricas de productos plásticos, cerca de veinte delegaciones repartidas por toda España, eran los negocios visibles de la familia, pero no eran los únicos. Las operaciones con inmuebles a través de una serie de empresas radicadas en Panamá y la reconversión de ese dinero negro en ciertos bancos, nos proporcionaban unos beneficios mucho mayores que el de la fabricación de plásticos que, por cierto, iba viento en popa.
Asumir mi condición de hijo único de los Rivera no fue difícil una vez me incorporé al mundo de los negocios. Desde un principio tuve claro que las gentes que giraban alrededor de nuestras empresas se dividían en dos clases, los trabajadores y los zorros de nuestro negocio. Los primeros, sinceramente, jamás me merecieron una excesiva atención, no es por nada, porque nunca me tuve que enfrentar ni hablar con ellos, a caso lo máximo cuando visitaba alguna de las fábricas y poca cosa más. Los segundos, eran aquéllos que moviéndose en los mismos círculos que yo, podían llegar a ser molestos enemigos en un momento dado. De alguna manera seguí un consejo de mi padre:" Hijo mío, con tus enemigos guante de seda y mano de hierro."
Siguiendo este método, se fue creando una especie de aureola a mi alrededor, mis enemigos me sonreían dándome grandes muestras de amistad, mientras por la espalda me sodomizaban. Pero esto no me preocupaba, era lo normal.
Un día ocurrió algo para lo que nadie me había preparado.
Me enamoré. No, no me digáis que esas cosas ocurren, no me importa.
María era una chica muy joven, casi una niña. Diecinueve años y yo treinta y dos. Por primera vez me enfrenté a mi padre y me casé con ella. Aquéllos primeros años, fueron los más felices que jamás había tenido. Ella llenó de nuevas experiencias mi vida y en mi mente se formó un muro que separaba totalmente mi presente de mi pasado. Todo aquéllo que representaba mi infancia, la casa donde me crié, provocaba en mí un odio tan intenso, que no me hubiera importado nada quemar personas y enseres de aquéllos recuerdos en una misma pira.
Toda esa felicidad, dio su fruto en el nacimiento de Xavier nuestro hijo. María me hacía sentir una fuerza como nunca había tenido. Estaba convencido de no encontrar otra persona tan feliz como lo era yo en esos momentos.
Un día, al volver a casa después de una reunión de negocios, me paré un momento a comprarle un ramo de flores. Entré sin hacer ruido en la casa para darle una sorpresa. Me fui acercando lentamente a la habitación. Contemplándola a través de la puerta entreabierta, comprobé complacido que María me esperaba en la cama con aquél picardía rojo que tanto me gustaba. Me disponía a entrar, cuando sonó el teléfono de la mesita de noche. Preferí esperar a que contestara pues entonces estaría sólo por mí. En ocasiones el destino nos recuerda lo poca cosa que somos y se ríe de nosotros. Por pararme a buscar unas flores, pude escuchar ésta conversación.
- Sí, dígame... Te tengo dicho que no llames a estas horas...
Sí, ya sé que sabes que está en una reunión, pero es arriesgado... Yo también tengo ganas de verte... La sorpresa que se llevará el día que se entere, no se lo creerá, ja, ja, ja. -Apuntilló con su risa juvenil.
Sin hacer ruido, me fui retirando hacia la puerta de entrada. Mientras tanto una rabia como jamás había sentido, me carcomía por dentro.
Volví a entrar, no sin antes dejar que el ramo se perdiera por el hueco de la escalera, haciendo el consabido ruido al cerrar la puerta.
- ¿Eres tu Juan?. -Preguntó desde la habitación.
- Hola. -Un escueto saludo salió de mi boca al pasar a la habitación.
- ¿Has cenado?.
- No. No tengo hambre -indiqué mientras sentado en la cama comenzaba a desvestirme.
- Deja, enseguida te preparo algo -dijo haciendo intención de levantarse.
- No déjalo. No tengo hambre -señalé lacónicamente-. Sólo estoy cansado y con ganas de dormir - sentencié mientras me metía en la cama.
- ¿No han ido bien las cosas hoy, cariño?.
- No, pero con unas horas de sueño estaré mejor... Buenas noches -respondí, dando a entender que sólo deseaba dormir.
A partir de ese día sólo tuve una obsesión, descubrir a toda costa con quien me engañaba. Todo el amor que sentía por esa mujer se fue transformando, día a día, en odio y rencor.
Ella fue la única persona a la cual me abrí totalmente. Esos miedos que desde pequeño me atormentaban el alma, la inseguridad, el sexo, mis manías...


La inseguridad de enfrentarme al mundo exterior, después de la experiencia de un padre autoritario que no dudaba en castigarme tanto física como psíquica mente para "madurarme". Más que su cinturón, dejaron huella en mi otros castigos más refinados. Tenía varias maneras de imponerlos. Quizás el peor de ellos era el que llamaba el castigo del silencio. Consistía en que nadie de la casa me dirigiera la palabra durante el tiempo que durara éste. La ama Antonia no era un escape ni una ayuda. Sentía una profunda admiración por mi padre y era la más celosa cumplidora de sus órdenes. Nunca me valió ningún tipo de ruego delante de ella. En una ocasión, una empleada de la casa, se apiadó de mis lloros en la cocina y me permitió cobijarme entre sus brazos. Al día siguiente, salía de la casa con su maleta para no regresar por orden del ama.
En otras ocasiones, "la reprimenda", era más directa y sin tanta sutileza. La bodega de la casa se convertía, durante ese período del castigo, en mi segundo cuarto. Según mi padre, la cuestión consistía en que el silencio y la oscuridad me ayudarían a comprender mejor el pecado cometido y sus consecuencias. Pese a la completa oscuridad en que me dejaban, era la que yo prefería como menos mala. Desde casi la primera vez que me encerraron, aprendí a esconder entre mi ropa unas pocas cerillas robabas en la cocina que junto a una vela camuflada entre las botellas de vino de mi padre, ayudaban a entretener mis ratos en aquélla oscura habitación. Aquéllas sombras que se producían fueron mis compañeros entonces. Esto se convirtió en mi gran triunfo. Jamás llegaron a descubrirlo. Todavía, en ocasiones, cuando voy a casa de mi padre, suelo bajar a la bodega con cualquier excusa para comprobar que sigue en el mismo sitio el trozo de vela.
El sexo fue punto y aparte en mi vida durante esos años. Mi primo Teófilo, es el culpable de que yo lo descubriera, al menos en alguna de sus variantes. En pocas ocasiones tenía yo la compañía de alguien en mis juegos, una de éstas era cuando aparecía por casa mi primo. Pocos días después de fallecer mi madre, estábamos jugando en el jardín detrás de unos setos cuando apareció una criada, creyendo estar sola, se levanto la falda para arreglarse las enaguas, marchándose a continuación. Este pequeño detalle, bastó para iniciar una serie de opiniones sobre el cuerpo de la criada.
- Seguro que tú ya la has visto desnuda -me dijo con mal disimulada envidia.
- Pues no -respondí ante algo en lo que nunca antes había pensado.
- ¿No me dirás que nunca te la has meneado mirándola?. -Indagó extrañado mientras yo me ruborizaba sin saber que contestar.
- Jolín, tu eres tonto -dijo espontáneamente.
- Seguro que nunca te la has meneado -aseguró mirándome fijamente, mientras yo, cada vez me sentía más ridículo delante de él.
- No... Bueno, es que no sé qué quieres decir -totalmente desconcertado me atreví a contestar.
- Pues... ¿Así que no eres un hombre?. -Indicó preocupado mientras movía negativamente la cabeza.
-¿Y qué puedo hacer?. -Susurré asustado convencido de que ya no podría ser un hombre.
Durante unos segundos estuvo callado, observándome. Finalmente habló devolviéndome la esperanza.
- Mira, primo, te voy a ayudar. Pero esto a de ser un secreto entre nosotros -exigió mientras yo asentía rápidamente.
- ... Y si no es así, que jamás seas hombre. Y ahora dí: lo juro.
- Lo juro -respondí rápidamente.
- Acuérdate que lo has jurado y que me tienes que hacer caso en todo lo que yo te diga...
Dicho esto, se puso a buscar entre su ropa, sacando una foto amarillenta y descolorida que me enseño.
-¿Qué?. ¿Qué te parece?. ¿Te gusta?. -Indicó todo orgulloso al mostrarme la foto de un cuadro con una mujer desnuda.
- Bien, ahora, bájate los pantalones. -Me ordenó mientras el hacía otro tanto ante mi desconcierto.
- Los calzones también, !tonto!. -Insistió un poco cansado de que yo fuera tan parado. Nos sentamos en la hierba con la foto delante nuestro.
- Ahora, imagínate que la de la foto es la criada y que te coge así... -Me explicaba mientras su mano izquierda se posaba en mi pene y lo cogía haciendo unos movimientos rítmicos de arriba a abajo.
- Tu también tonto. -Exigió, cogiéndome la mano y colocándosela en su miembro. A los pocos momentos, noté como había crecido desmesuradamente en mi mano... y para mi sorpresa, sucedía lo mismo con el mío en la suya.
- Imagínate que es ella, con esas tetas quien te coge el miembro... -siguió enseñándome mi maestro de sexo.
De esta guisa, fue como entre por primera vez en el mundo del sexo.
Durante los días que siguieron a este encuentro, mi única idea fue la de descubrir alguna forma de poder espiar a la criada.
De esta manera, toda la atonía de aquéllos años quedó apartada en un rincón de mi cabeza. Mi única obsesión pasó a ser la criada.
Finalmente, no mucho tiempo más tarde, conseguí mi objetivo. Debajo de su cama, atisbando a través de los pliegues de la sábana que colgaba, pude ver, por fín, a la criada desnuda. Había colocado agua en un barreño para asearse y yo, embobado, como se iba desnudando poco a poco. Parecía hacerlo a propósito para mí. Se metió en el barreño, mis ojos no perdían detalle de sus inmensos pechos mientras mi mano se movía frenéticamente.
Durante algunos meses, esa fue mi única fijación, el sexo de la criada. Pero, como siempre, todo lo bueno dura poco tiempo.
Una fría tarde de invierno, aburrida y monótona, estaba yo en mi habitación practicando en la cama el nuevo juego que ocupaba todo mi tiempo. Con la hermosa pero simple cara de una mujer, recortada de un periódico de mi padre, hacia trabajar mi imaginación. Sin previo aviso, se abrió la puerta apareciendo la ama Antonia. Estaba convencido de haber cerrado la puerta de mi habitación, pero eso ya no tenía remedio. Con su cara surcada de arrugas se fue acercando sin decir ni una sola palabra, mientras yo paralizado de miedo, era incapaz de moverme por el temor de que descubriera qué estaba haciendo.
- ¿No te encuentras bien?. -Dijo mientras su mirada se posaba en mis ojos.
- ¿No me quieres contestar?. -Prosiguió distraidamente mientras cogía el recorte de periódico.
- Vamos a ver que tienes. -Dijo y, sin darme tiempo a reaccionar, me retiró el cubrecamas de encima. Su cara fue poniéndose más seria mientras las arrugas se le acentuaban.
-Levántate -me indicó con voz cortante mientras en mis ojos, aparecían un par de lágrimas y empezaba a temblar visiblemente. Me ordenó que acabara de desnudarme y que la siguiera. Avergonzado, bajé trás ella las escaleras hasta el salón, deseando que me tragara la tierra ante la humillación que suponía verme desnudo delante de todos. Al abrir la puerta que daba al jardín, me indico que saliera. El frío era terrible y la nieve crujía bajo mis pies.
- ¿Qué?. ¿Tienes frío?. -Preguntó con los brazos en jarra.
- Sí... Sí, ama Antonia. -Confirmé mientras el castañeo de mis dientes, junto al dolor lacerante que producía el frío, provocaba un temblor incontrolado que sacudía todo mi cuerpo. No sé el tiempo que pasé en aquélla posición. Recuerdo que llego un momento, en que no sentía el frío, que se me empezaron a nublar los ojos y sentí ganas de dormir.
Desperté en mi cama totalmente arropado y con una tremenda sensación de agotamiento y sed. La criada, a la que tantas veces había espiado en secreto, estaba sentada a mi lado medio adormilada en una silla. En cuanto se dio cuenta que estaba despierto, se acercó a mi solicita. Su sonrisa y el olor de su cuerpo, fueron las primeras cosas agradables que noté en mi vuelta a este mundo. Según me explicó ella, estuve cerca de una semana delirando en la cama, sudando y con una enorme fiebre. El médico de la familia parece ser que me atendió desde el primer instante y eso me salvo la vida. También me dijo que mi padre, había tenido una bronca monumental con el ama Antonia. Ella no se había enterado muy bien, pues hablaron en el despacho de papá, pero comentó que mi padre se había puesto a gritarla diciéndole que se había excedido en el castigo. Y, mientras, la Ama Antonia no hacía más que llorar. Durante las semanas que siguieron, yo permanecí en cama recuperándome y la amabilidad hacia mi persona mejoró ostensiblemente.




Alguien más entró durante aquel tiempo en mi vida, el padre Tobías. El padre Tobías fue a partir de aquel día, el encargado de mi educación. Alto y obeso, vestido siempre con una raída sotana, me produjo desde el principio un enorme respeto. Siempre, jugando entre sus manos, se movía una pequeña vara de avellano aparentemente inofensiva pero de la cual yo no podía apartar los ojos cuando la movía. Nunca me pegó con ella ni hizo intención, pero el simple baile que hacía en sus manos provocaba un inconsciente miedo en mi mente.
Un día me preguntó si yo había hecho alguna vez algo sucio y pecaminoso. Por el tono de la pregunta, yo estaba seguro de que la ama Antonia le había dicho algo y esperando recibir un nuevo castigo le dije que sí. Durante algunos segundos, me estuvo mirando con cara reprobatoria, sin decir nada. Se levantó y fue cerrando las gruesas cortinas para finalmente apagar el interruptor de la luz.
- ¿Me ves?. -Preguntó en medio de la oscuridad.
- No... No, señor -conteste tratando de distinguirle.
- O sea, ahora estás como si fueses un ciego, ¿no es cierto?.
- Sí, señor -contesté tratando de no demostrar el miedo que tenía a la oscuridad. De pronto se encendieron las luces y descorrió las cortinas acercándose a mi cama.
- Es una lástima, pero eso que haces te irá día a día secando la medula espinal hasta que, a no tardar mucho, te quedes totalmente ciego -dijo por último poniéndome una mano en la cabeza.
Casi no paré en todo el día de llorar, hasta que volvió y me dijo que si no lo hacía más, no me quedaría ciego y para redimirme de aquellos pecados rezaríamos juntos. Aquélla noche volví a tener pesadillas. La única imagen nítida que guardo de entonces es la de nosotros y la doncella arrodillados en el suelo rezando.
La historia del sexo se saldó oficialmente en mi casa de una manera muy de mi padre. Al cumplir los dieciocho, me llevó a un famoso prostíbulo de la ciudad. Ahí, abrazado a una mujer que hacia dos de mí, aprendí, según mi padre, todo aquéllo que tenía que saber para estar con una mujer.








Como persona, posiblemente era un desastre, pero en los negocios aprendí rápido y bien, como he comentado antes. Pero no me quiero desviar de esta especie de confesión.
María fue, como os dije, la persona que, a costa de grandes sacrificios por su parte, me ayudó a ser una persona normal, a desinhibirme de mis complejos y frustraciones. En otra persona, esta conversación que oí a mi mujer, le hubiera predispuesto a pedir una explicación.
En mi caso, ni tan siquiera se me pasó por la cabeza. Los antiguos fantasmas afloraron con más fuerza si cabe al exterior y sólo una calculada venganza cabía en mis pensamientos.
Era tal la vergüenza que sentía, al saber que la persona que conocía hasta el último de mis secretos me había traicionado, que no podía consentir que se los contara a todo el mundo como imaginaba que haría. Si era capaz de traicionar mi amor... ¿Qué le costaría traicionar un secreto?... Nada.
Mi primera intención fue contratar a unos detectives para que la siguieran, cosa que descarte enseguida. No quería poner en conocimiento de nadie más lo que ocurría.
Durante varios días, la estuve siguiendo sin que se diera cuenta. Yo estaba convencido de que la ignorancia por su parte de que la seguía, me facilitaría encontrarla con su amante, fuese quien fuese.
* * * * *
Durante todos esos días, estuve saliendo puntualmente de casa para dirigirme al trabajo como hacia todos los días, no tenia que sospechar nada. El siguiente paso, era seguidamente conducir mi mercedes hasta un parking cercano donde lo dejaba cambiandolo por un utilitario alquilado. Situandolo cerca de mi domicilio, podria seguirla sin ser visto cuando lo abandonara. Todo estaba calculado.
* * * * *
Durante varios días, como he dicho, seguí a mi mujer. Nada parecía salirse de lo normal. A primera hora acompañaba a Xavier al colegio de párvulos, iba al supermercado donde encargaba las compras y luego regresaba a casa. Nada anormal, incluso yo empezaba a dudar un poco. Pero dos días más tarde, se confirmaron mis temores. Como los anteriores, ese día salió e hizo lo habitual pero al volver se detuvo en la plaza del Ángel y un hombre, al que no pude distinguir la cara, se subió en el asiento contiguo de su coche. Media hora más tarde, lo volvía a dejar en la misma plaza. En esta ocasión, pude reconocer al acompañante de mi mujer. No era otro, para mi sorpresa, que Gabriel. La última persona en la cual yo hubiera pensado. Hasta entonces, mi mejor amigo. Todo estaba en contra mío. El coche volvió a arrancar, pero no lo pude seguir. Mis manos seguían fuertemente aferradas al volante sin que fuera capaz de separarlas de la propia rabia que sentía en mi interior. Si algo de compasión podía quedar en mí, acabó por desaparecer en aquéllos momentos.
Un hombre de mi posición no suele tratar con determinados elementos pero eso no quiere decir que no los pueda conseguir. Mi venganza ya estaba decidida, solamente me faltaba tocar los resortes adecuados y esperar el momento idóneo, nada más.
Esto último no tardó mucho tiempo en producirse. Una semana más tarde volví a sorprenderla. Sonó el teléfono. Mientras ella cogía el aparato del salón, yo descolgaba sin hacer ruido el del aseo donde me encontraba preparándome para el baño.
- ¿Si...?.
- Hola María -escuché la voz de él por la línea.
- Pero... ¿Cómo es que llamas?. ¿Lo quieres estropear todo?. Espera un momento -indicó colgando el teléfono. Yo hice otro tanto y me metí en el baño. A los pocos instantes aparecía por la puerta.
- ¿Está bien el agua? -preguntó forzando una sonrisa.
- Sí, muy bien. ¿Querías algo? -respondí con la mejor de mis sonrisas.
- No. Sólo venía por si deseabas una cerveza o alguna otra cosa -preguntó visiblemente nerviosa.
- Gracías. Estoy muy bien así -indiqué indiferente mientras me sumergía en el baño de espuma-. ¿Algo más? -comenté con una inocente sonrisa viéndola parada en la puerta del baño.
- No, no. Voy a seguir haciendo la cena indicó saliendo a continuación camino del salón-.
Sí, realmente María jamás había sabido mentir pensé sonriendo mientras volvía a ponerme en pie y alcanzaba el teléfono, justo en el momento en que reanudaba la conversación.
- Ya estoy aquí...
- ¿Pasaba algo?.
- No. Sólo quería asegurarme que estaba en el baño y que no nos escuchaba.
- Ja, ja. Parece una novela de espionaje. ¿No me dirás que estás nerviosa?.
- Pues sí. Nunca le había ocultado nada y qué quieres que te diga...
- Bueno, pero no me dirás que no merece la pena.
- Sí, pero...
- Pasemos a lo práctico -indicó poniéndose serio-. El jueves será el último día que tengamos que hacerlo en secreto pero hay un problema. El miércoles tengo la revisión de mi coche y no creo que lo tengan para el día siguiente. He pensado que podrías coger el tuyo. ¿Qué te parece?.
- Bueno. Supongo que no habrá ningún problema.
- Vale. Pues quedamos el jueves a la diez.
- De acuerdo. Hasta el jueves.
Volví al baño pensando que me quedaban pocos días para organizar mi venganza.





Si de algo podía vanagloriarme era de mi memoria. Durante toda la mañana estuve revolviendo los expedientes secretos de cada uno de los empleados de mi fábrica. Si el comité de empresa supiera de estos informes ya me hubieran denunciado. No era muy ético pero si práctico. Hoy en día cualquier empresario tiene que tener muy claro a quién tiene empleado.
¡Por fin!. Pensé mientras alzaba uno de ellos y me sentaba detrás de mi mesa. Extendiéndolo, me recreé mirando su cara. Realmente mi memoria seguía siendo perfecta. Hacía seis años que lo tenía en nómina y siempre se había comportado bien, sin crear ningún problema. "Su problema" era su pasado. Había estado en la cárcel por ladrón de coches y suministrador de piezas difíciles de conseguir. Era perfecto para lo que yo deseaba.
Hice que mi secretaria me informara de dónde estaba trabajando. Luego, bastó una llamada al encargado del almacén y antes de una hora estaba tras las puerta de mi despacho esperando nervioso que lo recibiera.
- Haga pasar al señor Ángel González -solicité por el interfono a mi secretaria.
Cuando la puerta se abrió, apareció ante mí un hombre no muy alto con un mono azul de faena, bastante sucio por cierto, quien, durante los segundos que estuve observando, no me pareció nada especial como quizás esperaba.
- Siento haber venido sin cambiarme pero como el encargado me dijo que viniera sin perder un minuto... -se disculpó mientras se frotaba las manos nerviosamente-.
- No se preocupe -indiqué seriamente mientras me volvía a sentar. Durante un par de minutos, le deje en un intranquilo silencio mientras hacía ver que leía atentamente su expediente, pese a conocerlo de memoria.
- A ver, González. ¿No le importa que le tutee, verdad? -indagué sin levantar la vista.
- No, no por Dios, no me importa... -contestó nervioso.
- Siéntese. No se quede de pie -le animé con un gesto sin levantar la vista.
Ángel González tomó asiento al borde de la silla que tenía delante.
- Supongo que se encuentra a gusto en su trabajo, señor González...
- Sí, claro que sí señor Rivera. Estoy muy contento.
- Además me parece que pronto se jubila Antonio, el encargado del almacén. Y usted, está muy bien considerado entre sus jefes y compañeros -añadí mientras le sonreía y a él se le iluminaba la cara.
- Muchas gracias, señor Rivera. No hago mas que cumplir con mi trabajo. -Se ruborizó al contestar, sonrió y continuó con las manos entrelazadas.
- No sea modesto. Seguro que se lo merecería si se lo dieran.- Insinué dejando la duda en el aire.
- Puede usted creer que me iría bien, con tres hijos y todos los gastos que ocasionan... -Dijo empezando a saborear su nuevo cargo.
- Sí, lástima que algunas cosas de su pasado compliquen su elección -dije entregándole el dossier abierto en las páginas que a mí me interesaban.
Su cara fue perdiendo el color natural y adquiriendo un tono blanquecino a medida que iba leyendo el escrito.
- También fue una sorpresa para mí. Lo busqué, como es normal para cualquier ascenso y me encontré con esto...
La cara de González era todo un poema. Parecía haber ganado años de golpe.
- Pero no se preocupe, González. Todo tiene solución en esta vida. -Le animé dando alas a la esperanza mientras me acercaba y golpeaba afectuosamente su espalda.
Fue menos difícil de lo que imaginé atraer la conversación a mi terreno, prometiendo la pérdida de esa parte de su dossier junto a la seguridad de un rápido ascenso si el " trabajo " se realizaba correctamente.
El miércoles a la noche, alguien se encargaría de entrar en el garaje de mi domicilio y manipular el utilitario de mi mujer de tal manera que se fuera quedando sin frenos y al llegar a una velocidad determinada, simplemente, dejaran de funcionar.
Maquiabélicamente perfecta. Nada debía fallar.
Por la mañana, a primera hora, dejaría al niño en el colegio para seguidamente reunirse con su amante y juntos estrellarse. La conclusión perfecta de una venganza.
Por costumbre, solía levantarme cada día sobre las seis y media de la mañana, tuviera algo que hacer o no. Si en alguna ocasión me quedaba un rato más en la cama, empezaba a dar vueltas y a sentirme incómodo para finalmente tenerme que levantar. Aquel jueves no fue diferente a cualquier otro día. Quizás, esos minutos que pasé como hipnotizado mirando a María. Con la sábana tapándola parcialmente el cuerpo y esa dulzura que emanaba de su cara siempre que dormía, hicieron que durante unos segundos sintiera el aguijonazo del arrepentimiento. El agua fría de la ducha arrastró esos sentimientos de culpabilidad.
Como era normal, llegué a las oficinas antes de que estas abrieran. Méndez, el guardia de seguridad, me abrió solícito la puerta. Al dirigirme al ascensor, ví que algunos de mis empleados empezaban a llegar. Sonreí mientras me introducía, era curioso como mis empleados se esforzaban en llegar a la hora al saber que yo llegaba antes que ellos y podía saber sus horarios. Les motivaba, por decirlo de alguna manera, a llegar puntuales.








Durante esa mañana, el reloj de mi despacho ejerció una especial atracción sobre mi, mis ojos involuntariamente se posaban en sus manecillas de una manera sistemática. Las nueve, en estos momentos saldría de casa camino del colegio para dejar a Xavier, nues-tro hijo. Nueve cuarenta y cinco, en estos momentos estaría esperando dentro del coche a Gabriel, el hasta hace poco tiempo mi mejor amigo. Hice por contenerme, ante esos pensamientos que como pesadillas acudían a mi mente, mi cara y mis manos se iban crispando y la mirada de mi secretaria empezaba a dar muestras de extrañeza.
- ¿Le pasa algo? -inquirió solícita.
- Sí -contesté rápidamente.
- Tengo un ligero dolor de cabeza. Traígame una aspirina, por fa-vor.
Cuando hubo abandonado mi despacho, tuve que realizar un visible esfuerzo para no gritar toda la tensión que me estaba acumulando.
Once treinta horas. Hoy pasaría yo a recoger a mi hijo por el colegio. Ante la extrañeza de los cuidadores, alegaría que hoy me apetecía pasar a recogerlo. Esperaría "pacientemente" a mi mujer durante un rato y en vista de su tardanza, lo comentaría con alguien del colegio, dejando el recado de que si aparecía mi mujer, se lo hicieran saber y me dirigiría seguidamente a mi domicilio.
Salí de la oficina. Podía hacerlo sin decir nada a nadie, para algo era el jefe. Pero preferí informar a mi secretaria de que me dolía la cabeza, era una buena excusa.
A las doce menos diez, estacioné el coche delante del colegio de párvulos a la espera de que estos salieran. Diez minutos más tarde, no había salido nadie. Era extraño. Ahora que caía, tampoco estaba ninguna madre esperando y eso no era normal. Con un raro presentimiento abandoné el coche y me dirigí hacia la puerta. A los cinco minutos, conducía mi coche todo lo deprisa que podía en dirección a mi casa. Un celador del colegio me explicó que no había clase, una tubería de agua se había roto. Extrañado, me dijo que se había informado a todas las familias por teléfono para que no trajeran a sus hijos.
Al entrar en el garaje ví que el coche de mi mujer no estaba en su sitio. Corrí hacia la casa con la esperanza de que lo hubiera dejado en manos de una canguro.
Peleando con la puerta, pude finalmente entrar en mi domicilio. - María, ¿estás en casa?. -Pregunté con voz nerviosa al traspasar el umbral. El silencio fue la única contestación. Nervioso recorrí la casa de un lado para otro. Finalmente, me dirigí hacia el teléfono, quizás mi padre sabría algo. Sin darme cuenta, pulse la tecla del contestador automático, me disponía a apagarlo, cuando sonó la voz de mi padre.
- Hola, María... -Me quedé inmóvil mientras la cinta iba desglosando su contenido-. Te llamo para decirte que finalmente he decidido participar en el regalo que pensáis hacerle. Aunque... un chalet me parece excesivo. No es que no quisiera participar antes, pero eso de llevarlo en secreto entre tú y Gabriel, no me parecía una buena idea. Yo conozco a mi hijo y sé que si se hubiera enterado enseguida hubiese pensado una tontería. Bueno te dejo. No me gusta hablarle a un trasto de estos. Pero otro día, buscar otro regalo más barato.
La cinta siguió corriendo con otros recados pero yo ya no sentía nada, era incapaz de moverme. En aquéllos momentos ya había ocurrido todo y yo era el único culpable. Había matado a mi mujer, a mi hijo y a mi mejor amigo. No pensé nada, como un autómata cogí el coche dejándome llevar hasta este lugar. Ya nada importaba. No podía rescatar de las manos de la muerte a las personas que me habían querido y a las cuales había pagado de esta manera. Hacía fresco al bajar del coche, no importaba. Saqué un rollo de cuerda, me dirigí hasta el árbol y apoyándome en él me puse a fumar el último cigarrillo. No, no era retrasar lo inevitable, los milagros no existen. Sólo que hasta al último de los criminales se le conceden unos últimos minutos para que se haga cargo de su crimen y no encuentre tan dolorosa la muerte.
Es curioso, no me ha costado lazar una rama, yo que siempre he tenido tan mala puntería. Parece que la muerte me espera ansiosa.
Despacio, con orden, voy dejando en el suelo mi chaqueta bien doblada. Encima, el reloj de oro y los gemelos que me regaló María hace tres años.
Una sonrisa inconsciente aflora a mi boca cuando, cogiéndome a los salientes del árbol, trepo hasta la rama elegida. Son recuerdos de niñez. Con la soga al cuello doy el último vistazo. Es bonito el panorama que se divisa. Será un recuerdo bonito mientras se tensa la cuerda.
Doce menos cinco. Suenan unos golpes en la puerta, Susana la secretaria del señor Rivera, levanta los ojos y con voz de desagrado, dice que adelante mientras esconde en uno de los cajones la revista que estaba leyendo.
- ¿Se puede?. -Pregunta Ángel González asomando la cabeza por el quicio de la puerta.
- Pase -concede seriamente Susana molesta por la interrupción. Hoy que por fin se había ido el jefe podía leer a gusto la revista.
- ¿Está el señor Rivera?. -preguntó Ángel al entrar.
- No, no está y no creo que vuelva en todo el día -contestó la secretaria a un Ángel decepcionado.
- ¿Deseaba algo?.
- No, bueno... ¿Sería tan amable de entregarle este sobre?. Susana lo coge y sin mirarlo lo deja a un lado.
- No se preocupe que se le entregara. ¿Desea algo más?.
- No, gracías, nada más -contesta Ángel saliendo por la puerta.
Cuando coge el ascensor, piensa que no se arrepiente de su decisión. No dejará de ser un empleado más. Se acabaron sus sueños de poder ascender, pero es igual. Cuando estuvo en el garaje, se dió cuenta que no podía hacer aquéllo. No quería volver al pasado. Por eso, hoy devolvió en aquél sobre al señor Rivera el dinero junto a una pequeña disculpa. Ahora se sentía mejor. Seguiría pobre, pero daba igual, habría otras oportuni-dades en la vida.
F i n

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